Un filósofo medita cerca de una ventana. Detrás de el sube una escalera de caracol de la cual no se ve el final. Esta simboliza la elevación del pensamiento. Dos fuentes de luz vienen a aclarar ligeramente esta escena tan sobría: la de la ventana y la del fuego.
Las brasas del hogar estimuladas por las tenazas, avivan el fuego que ilumina calderos y pucheros. La escalera de caracol es un diábolo que marca la frontera entre luz y oscuridad. Una puerta entablada parece guardar el secreto del camino que conduce a la bodega donde mora el dragón que guarda los tesoros del conocimiento. Una ventana enrejada y luminosa compite con las llamas para espantar las sombras.
En busca de la verdad, lejos del infierno exterior, él, un anciano iluminado por la luz del alba, medita sobre la mentira, o, ¿duerme?, seguramente ha estado rastreando filosóficamente las consecuencias del comportamiento existencial, o tal vez, sobre la vida del ciprés que, triste, crece directo al azul, mientras a sus pies duerme la hierba tras la siega. Ella, la criada, ni llora ni ríe. Tiene un pasado entre cacerolas, y su futuro, esclava de fogones, sin odio, sin esperanza en otra vida mejor. Ningún movimiento extraño. Solo claroscuro.
El cuadro tiene una atmósfera de misterio, acentuada por la oscuridad sobre la que aparece la escena, que da la impresión de caverna platónica.